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1/12/2015

XIV:Mariposas intestinales devorando el raciocinio

      Desde tiempos inmemoriales, se dice del buen enamorado (regla extraída un decálogo polvoriento y mustio) que debiera dedicar su tiempo a comprar flores o componer sonatas. Yo, por mi parte, aunque enamorado, ni tengo dinero ni me siento meloso, y, además, todos sabemos que no es mi estilo. Así que por paupérrimo (o desgajado emocional), muy a mi pesar procederé a contar el porqué de mi alegría.
      El amor, como cualquier otra cardiopatía, requiere un tratamiento. Se dice que casos drásticos como el mío suelen requerir un vasodilatador, pero si bien sus efectos secundarios no llegan a ser tan notorios en los jeans, suelen medrar mi conciencia. Y como para esto tengo bastante con la adolescencia, he optado por una terapia de choque. Conclusión: he muerto. Pero he muerto de amor, lo que, pensándolo fríamente, quizás no sea tan malo.
      Y sin embargo tengo una ventaja notoria con respecto al vulgo (con perdón): mi amor no es amor "a alguien". Digamos amor a la vida, amor al arte, amor intelectual (Spinoza, touché). Es, como quien dice, amor por inspiración. Lo cual, inexorablemente, nos lleva a temer el momento en que expire (o, en otras palabras, en que pasemos de enamorarnos a enamorirnos).
     En definitiva, y dada mi propia naturaleza, he perecido. Las consideraciones tradicionales y comunes del término amor son poco más un estereotipo de dependencia machista, y son estas (no yo, ni tú) las responsables del fracaso estrepitoso de la vida. Y nosotros, como responsables de las responsables, caemos en redundancia mortal.
     ¿La solución? Seguir respirando, confitar el sentimiento con saber, y dejar a la deriva lo que, por inmanejable, nos lleve a la permanencia. Y es que, a fin de cuentas, comer perdices no compensa en tiempos de crisis.