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4/06/2016

XXXIII: Carta a mis demonios y cieno metapoetico

     Critico almas sin dueño. Escribo poemas que saben a angustia, a hiel, a óxido. Muero por las noches que duermo abrazado a un recuerdo. Vivo por los días no vividos.
     Saco mis horas más trágicas. Fuera pantalones. El climax llega, mis brasas exhalan suspiros granate, lenguas fugaces que lamen un rostro encarnado que nunca llegó a pertenecerme del todo.       Y esas almas que me rebosan y te rebasan también arden, y el sudor a vuelapluma no logra catarlas de nuevo.
     Te miras a un espejo, y no ves nada. Lo rompes y te reconoces. ¿Qué ansias, monstruo de papel? Hablas de sangre y  cadenas, de lucha, sentimientos. Deja que el grito de tus entrañas sea el que haga mella.
     ¿Pides respeto? Cómpralo. Al mejor postor. Que se quede el cambio. Tu ya tienes tu chute de endorfinas y ego frío. ¿No te sigue sabiendo la boca a angustia, a hiel, a óxido?
     Follas. Satisfaces ese instinto primario que martillea en tu cabeza (y en otros recónditos lugares) al son de unos latidos que nunca fueron tuyos. Llegas al orgasmo, o no, has cumplido tu tarea. A otro con la puta fisiología.
     Y reclamas, reclamas poemas, y abrazos, y amor, y luces de colores brillando en el árbol, y ese dulce futuro al que aspiras. Pero el problema de ser igual por dentro y por fuera es que la rabia contenida no explota: se filtra. Y se filtra en los papeles, y en las palabras, y en los trazos imperfectos, y sobre todo en esos ojos vidriosos, muertos, negros.
     Temo tu voz. La temo cuando me asomo a tu mirada y veo residuos de la tristeza. La temo cuando me aferro a tus estigmas y ellos se derrumban sin compasión. Tarde o temprano todos morimos. Y, la verdad, la autodestrucción es mi forma de arte favorita.