Ampárame, tú qué has visto cómo los arcoíris se derriten, cómo los hombres cantan sus canciones de guerra, cómo el filo corta y Dios ahoga. Rebélate y ampárame, tú que sanas, tú que anestesias, tú que haces olvidar y no olvidas, tú, dulce rosa perenne, tú, esclavo del reloj y del dinero, tú.
Levanté una mañana vestido de trapo, y no supe dar más de dos pasos sin tropezar. El lodo negro me llegaba hasta las rodillas y la pureza de la noche reclamaba mi alma como suya. Mi piel olía a un viento falso de flores atadas con cordel y sonrisas vacías.
Grité que no, y me asfixié. Lianas grises y secas oprimieron mi cuerpo hasta un antiéxtasis, un contraorgasmo de gritos y miseria que brotó en mi piel hasta romperme el corazón.
Y entonces me volví de arena, dejando rastros en todos los cuerpos y mentes que tocaban, y deshaciéndome un poco cada vez. Y como la soledad es buena compañera en la vejez, yo, que soy joven, pequé de filantropía.
Ahora que el calor entrópico me hace cristalizar, y no puedo evitar clavarme sobre mí mismo y aguardar las sorpresas que tu cuerpo me oculta. Pero tú, que has catado las noches más claras y los días más negros, lo sabes bien: los muertos no sangran.
Buscar este blog
5/08/2016
XXXV: Cronoscopia
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario