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8/27/2015

XIX: Nueve y cuarto; el lobo ha entrado

      Gritos; gritos y pólvora.
      El aire se agita, satisfecho, con la escandalosa risotada de la demente, mientras ésta se sienta y contempla el estropicio. La hedentina comienza a llenar el ambiente, y ese cuerpo convulso y frenético (no es suyo, no, nunca fue suyo) le pide sangre. ¡Oh, graciosa criatura, posa presta la mirada sobre tu obra, que no es el pecado sino el sentimiento!
      Sus pasos cuando, sin prisa, se levanta y pasea son gráciles, medidos, elegantes. Fuera, la lluvia eterna repiquetea contra el cristal, aunque nunca entra. En la mesa reposa la cena aún tibia. "Qué desperdicio", piensa, y muerde una patata demasiado grasienta. Arruga la nariz (detesta que la gente no se esmere lo suficiente), y vuelca la mesa de una patada. Pronto se olvida y vuelve a su feliz paseo.
      La amada, la poetisa, la mira desde el suelo, con esos ojos muertos, asquerosos, asquerosos. La camisa rota y roja deja al descubierto el seno que la bala no atravesó, con el gran pezón rosado en la cumbre que parece llamarla, incitarla a beber de él las últimas caricias, los últimos orgasmos. La demente ríe de nuevo. No caerá en su juego.
       Y el sabio yace a su lado, de espaldas, tan frío como cuando vivía. Calculador hasta el último momento, prefirió rajarse la garganta con el cuchillo a afrontar el sufrimiento. Su rostro muestra la expresión impasible, la emoción pétrea que reflejó durante el tiempo que estuvo vivo. Ahora, con todo el conocimiento y la arrogancia, su cadáver está tan muerto como el de cualquiera.
      Y queda ella, la demente, la narcisista, y juega; juega porque sabe que es mentira; juega porque si no, dolerá demasiado. Baila, dibuja una cara sonriente con la sangre, se tumba junto a ellos, llora desconsolada, y ríe de nuevo. "¿Quién dejó que el placer amargo rompiese las cadenas?" clama. Y con la tormenta fuera, ella permanece inmaculada y pura aun cubierta de sangre y rencor.
       De nuevo, esa voz salvaje y brutal la llama al caos, y, con el mechero oxidado de su ira, prende las cortinas. Mientras la casa comienza a arder, la demente suspira, disfruta del calor, del dolor, del presente. Entonces, los cadáveres se levantan y la miran, todavía muertos, porque (y ella ya lo intuía) siempre lo estuvieron. Y cuando las llamas lamen sus cuerpos ignífugos la demente sonríe y grita de angustia.
      Gritos; gritos y pólvora. El juego nunca acaba.

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