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1/26/2016

XXVIII: La Bohemia (o cómo un cristal se cansó del espino)

    La noche se cierne sobre la fachada del viejo caserío. Dentro, quietud. La Bohemia recorre en silencio la estancia y observa a su paso. Mil relojes de cuco rotos en la entrada del salón con caras de mártires. Un marco barroco da paso al grito del río que, sin cauce, rezuma por las paredes y el techo. El pez ni se inmuta. En el cesto de la ropa sucia, los sueños de algún niño serán ahogados e incinerados (y es que las manchas salen mejor con fuego). Un chupito de tequila, dos para el diablo, sobre la mesa del comedor, y la carne del Salvador, Aleluya. El brillo del oro y el organillo de plata.
    Entra en su habitación sin llamar, vomita sobre el brillante parquet, y el suelo traga porque, ay inmaculado, está tan podido como ella. Una voz lejana la manda al infierno (no, al cielo) y entre carcajadas la Bohemia sale.
     Sabiéndose centro de la mirada de su padre, se postra de rodillas frente a la televisión con devoto silencio. En estático placer comienza a gritar su nombre, amantísima. Los gemidos hacen eco en las paredes, aunque no queda nadie para escuchar (excepto tal vez la paloma muerta del tejado, alguien debería limpiarlo).
    Paga la cuenta con absoluto recato, y una llama arde (ah, no, que es de plástico). En latín, lanza maldiciones: "a qué espíritu aspiras, si hasta tu luz es un artificio barato". Marca una equis sobre su corazón y se marcha.
    Dos extraños en un vagón de metro colisionan cráneos en impacto mortal. La Bohemia sonríe. A martillazos se filosofa mejor.

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