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2/20/2016

XXXII: Relatos vívidos de Átropos

    La ceguera protege del hambre. Cuando acaricias ese torso desnudo piensas en Dios, y en la perfección de su obra, y tus huecos se llenan de la luz liviana del mediodía. Pero a todos nos cae la noche, y la oscuridad pesa, y pesa, y pesa. Ya no te mueves, ya no respiras, acechas a tu presa. Tu Dios está entubado y es objeto de disección.
     La sala blanca gira en torno a mí y las alarmas no saltan. No hay más alarmas. Oigo un ruido de cadenas rotas, la libertad nunca supo tan amarga. El miedo reemplaza al aire, ¿acaso me gusta enfrentarme a ti? Te llevaste mi emoción hace tiempo.
     A Dios se le ha roto el pecho. Ya no hace tic tac. Tú te masturbas con la bizarra escena, y llegas a un extasis rojo de lágrimas. La culpa y las compasión nunca fueron tus aliadas. Dios te bendiga, Dios ya no existe.
     El grito se ahoga siquiera en mi mente porque el auxilio nunca llega. Las estrellas se estrellan, y en el suelo quedan excrementos, irá, conmiseración. Liberarte, ¿cómo? Si ni siquiera sé mirarte a los ojos. Enséñame a sentir.
     Ahí te quedes, en tu pozo inmisericorde, furcia, fulana, ramera. A todos te follas, a todos satisfaces por igual (y ninguno recuerda nunca pasar por tus piernas). ¿Dónde está esa luz liviana? La noche se derrite y ya nunca amanecerá. Deus ex machina.

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